15 de junio de 2013


El campesino. a don Esaú.

I                                   
Esa misteriosa noche llovía torrencialmente; los relámpagos iluminaban el desabrigado ambiente y proyectaban enigmáticas sombras gigantescas a varios metros a la redonda. Luego una oscuridad total, sólo interrumpida a intervalos por la luz azulada que despedían los cocuyos con su desordenado vuelo.

Los ensordecedores truenos retumbaban en todo el cielo, y parecía que se alejaban y luego volvían con más fuerza, pero eso no inmutaba al arriesgado campesino en su afán por saciar la curiosidad que lo invadía. Sin duda alguna, ese singular escenario quedaría grabado para siempre en su memoria.

Con el sombrero más pesado que de costumbre por el agua y cuchillo en mano, se dirigía pausado hacia aquella rara cosa blanca que se movía , y que parecía cobrar vida cada vez que un rayo iluminaba el potrero en toda su extensión. No podía dejar de mirar a ambos lados; hacia atrás, al frente, a ambos lados...

Por unos instantes revivieron en su mente algunas imágenes de su infancia, cuando la familia se reunía al anochecer en torno al acogedor fogón de la sencilla choza, para especular sobre todo tipo de leyendas campesinas, y con ello terminar la faena cotidiana.
ii
Vivía en una casita rústica, enclavada en el monte; allá, donde en horas de la mañana, a veces era imposible distinguir la exuberante vegetación debido al espesor de la niebla; allá donde el tiempo simplemente pasaba sin detenerse y no se disponía de lapso para lamentos; allá donde el ocaso le indicaba a los trabajadores que el día había terminado y que ya era hora de descansar; allá donde el fresco verdor del campo y la precoz oscuridad de la tarde fría, invitaba a los agricultores a pasar muchas noches buenas.

Trabajaba en su acogedora finquita la cual cuidaba con mucho ahínco, para la manutención de su adorada familia. Era el prototipo del labriego bondadoso; bondadoso pero enérgico; fuerte como un roble de sabana; tan dadivoso como la montaña fecunda que lo vio crecer. Ahí dejó una parte de su gallardía; el resto debió guardarla; quizá tuvo premoniciones de lo que le depararía la vida futura.

En ese paradisíaco lugar, parecía que los frondosos árboles competían entre si para ofrendarle los mejores frutos al abnegado agricultor, como retribución a las atenciones que él les brindaba.

Como un regalo de la naturaleza, en los días húmedos las gotas de agua quedaban atrapadas sobre las tejas de barro cocido que cubrían el techo de la humilde casa, formando miles de diminutos arco iris que le daban al tejado, un alucinante aspecto iridiscente, visible a la distancia.

iii
En ciertas ocasiones cuando me alejo del bullicio de la ciudad y percibo el lozano aroma de un potrero, me parece ver la silueta airosa de aquel gran hombre por los senderos del recordado cafetal, conduciendo con soltura sus arrogantes bueyes y la carreta colmada de leña para los menesteres domésticos.

iv
Sin detenerse, aquella fría noche el corajudo hombre se acercaba decidido cada vez más al inexplicable objeto blanco. “Necesito saber qué es” decía para si.

Faltaban unos metros para despejar la incógnita, cuando de pronto la extraña cosa hizo un brusco giro, levantó la cabeza, movió el gran rabo  y sus grandes ojos negros, confundidos con la oscuridad reinante, los clavó en el rostro del sorprendido campesino. Entonces el gigante maisol bayo, que tenía una gran mancha blanca en el costado derecho, se levantó sobresaltado y se fue a escampar a otro lado. ¡Ah eras tú condenado! ¡Qué susto me diste!...

Ya estaba satisfecho. “¡Ah, cuál segua! ¡Ah, cuál llorona!”, y una sonrisa de satisfacción apareció en su mojado rostro. Otra vez retornaron a su mente los recuerdos de aquel acogedor fogón.
Y después de una pausa, emprendió cabizbajo el regreso a la vivienda.

 v
La tenue luz de una gran vela que parpadeaba como si estuviera agonizando, le servía de guía. Allá lo esperaba una reconfortante sopa, elaborada con las verduras y legumbres que él mismo había cultivado con sus valerosas manos.

De pronto se detuvo, alzó la mirada y observó la casita. Su expresión cambió y el espíritu se le llenó de gozo, al escuchar las notas musicales de una desafinada marimba, tocada por cuatro entusiastas chiquillos.
A la distancia, la campana de la Ermita marcó las ocho de la noche...

vi
“Hijito: nunca te quedes con la duda. Sé valiente; ve y averigua”, me dijo luego de relatarme esta insólita experiencia que le sucedió años atrás en su apreciada finca.

Para Ti inolvidable Padre y Maestro,
en el Día del Padre.
r. c. 2013

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