A ti pequeña diva, de nivoso trajecito orlado,
que conoces lo más recóndito de mi ser.
Intuye la asidua voz. Como un mandato, sale del coma.
Ávida se yergue.
Antes de entrar en escena, su fino dibujo
verifica en la superficie selenita.
Es satisfecha.
Muestra la belleza y el soplo de las aónides
la menuda silueta que observa.
Próxima a la ceremonia, prosternada,
pareciera sonreírle airosa
al único espectador
quien desde su butaca de piel natural,
frenético la recibe, le aplaude,
le infunde intensidad;
el loco seguidor lejano
que la acecha como cazador
a su codiciada presa;
que la vigila con los pensamientos,
que la recela día y noche con la mirada;
que la envuelve con ternura
en las noches frioleras:
el admirador acérrimo de su baile señero...
- ¡Mi único dueño! - recitaría ella.
- ¡Mi codiciado trofeo! - cavila él.
***
Sobre el inmaculado espejo que sirve
de superficie a sus seductoras acrobacias,
ensimismada se desliza
como nereida bajo la cresta de la ola,
al compás de la empírea música,
acaso compuesta en el Monte Helicón
para dos únicos amantes.
No se precisa la génesis
de los arpegios:
si ascienden como
tenues globos polícromos
de las entrañas de la Tierra,
o si descuelgan como lirios opalinos
del centro de Universo.
Sí se advierten las mágicas notas
en estricto orden,
de la más grave a la más aflautada,
mecidas por el cálido céfiro
que subrepticio, manosea
su estilizado cuerpo.
Donosa, da vueltas.
¡Oh!... La mano derecha, con manguito
aterciopelado de lentejuelas iridiscentes,
tan sólo toca su cabecita
ceñida en argéntea diadema;
la izquierda, desnuda y cristalina
frota la briznosa cintura de algodón.
Sus diminutas zapatillas de joyante seda,
quisieran desafiar las leyes gravitatorias
y permanecer suspendidas en el aire
ante la rotación maestra de los flexibles pies.
Toda... Toda la soltura de su grácil cuerpo,
de su cuerpo infinitamente delicado,
eurítmico con el golpeteo del diminuto macillo
que lastima las tensas cuerdas,
recorre gentil la pequeña senda circular.
“Despacio. Una..., dos..., tres vueltas...
Un triple giro de puntillas...
Ya una voltereta; ya una cabriola...,
ora las piernas juntas, ora los pies
abiertos hacia afuera.
Por último, ¡Ah! Un guiño”...
Suntuosa, como plumón llevado
por el calmoso viento.
¡Aplauso cerrado!
A veces en el viraje menos esperado,
desde el proscenio mira discreta
al dilecto mecenas,
como para cerciorarse
si la mira sólo a ella...
Mas no hay otro contorno.
Ignora que no parpadea,
pues la coreografía abstracta
despierta en su amado:
vastos arcos luminosos
que se hunden en el cercano regato;
gotas de lluvia deslizándose
como pesadas lágrimas
sobre el frondoso árbol
que los consagró;
blancas gaviotas emprendiendo disimulado
vuelo hacia sus tristes moradas;
caricias irreverentes en las cálidas marismas;
sueños inconclusos bajo el declinante sol;
querubes postrados en el reluciente piso
próximos a marcharse...
***
¡Oh!...acción nefanda...
De un saquito de pana con orlado cordel,
envuelta prolijamente en un
trozo de vivo organdí,
el esclavo consigue una llavecita de oro
en forma de corazón reclinado.
Temerosa, presintiendo el trágico desenlace,
en su boquita de transparente miel
se delinea luminoso visaje:
- ¿Siempre me amas? -
En el último trance intenta extenderle
sus temblorosas manos.
Es inútil.
Con voz estertórea
pronuncia las últimas palabras:
- ¡Adiós... Despiértame pronto! -
Queda paralizada.
El inseparable bucle que caía
sobre su frente de Venus
ya no juguetea con el aura.
El traje de nácar pierde consistencia
y mustio se torna.
De costado yace en la sombría capilla.
Sólo persiste toda la tenue
fragancia de su integridad,
el embrujo de su baile,
la frescura de su cuello erguido,
sus sensuales mejillas de rosa,
su etérea mirada...
¡Ah!... Su pose de diosa...
Cesa la luminosidad.
La atmósfera se torna frígida.
Yerto la mira.
Contrito, desencajado, trata de asir
los últimos acordes mortecinos,
acaso como vano intento por revivirla
y retorne, entre candilejas,
con la idílica danza.
Empero, ya es tarde. Baja la vista.
Oprime el alma... Silente, plañe la partida.
Como si avivase un repentino cataclismo
sobre su avanzada sensibilidad,
maltrecho y oscilante queda hundido
en la reclinable silla preferencial.
Siente el alma helada.
El silencio absoluto le aterra...
Instintivamente observa
figuras caprichosas
que se perfilan al deslizarse
las gotas de agua
sobre el nostálgico ventanal.
La silueta de la amada cree ver
cada vez más precisa
con todo su arrebato primaveral...
La recuerda...
Ahora siente mejoría y
se llena de gozo su alma.
Pronto la volverá a ver
con el mismo aire de ángel,
deslizándose ufana
sobre el impoluto espejo
haciendo gala de su magnético baile.
Mira con ternura
la mágica llavecita de oro
siempre a su alcance,
que le permitirá contemplar una vez más
la muñequita de carne y hueso
como él mismo la describió,
la inolvidable mañana
del 25 de diciembre
allá en su apacible Templo
invadido de bruma, foresta e ilusiones,
cuando enajenado de escuchar
melodías colmadas
de estribillos poéticos,
la vio bailar por primera vez,
y jamás... nunca jamás... la olvidaría.
Evocó
aquel día postrado en su lecho de enfermo
en el tiempo que invadido
por una espantosa fiebre,
suplicante la llamó para despedirse
y rendirle el definitivo ósculo
creyendo que moría;
evocó
aquel atardecer inundado
de bóreas cipresinos,
de gestos amistosos y abrazos fraternales,
de anhelos lejanos en conciencias dolientes,
de ojos lacrimosos ante la irremediable partida,
de miradas inyectadas de júbilo...
evocó
aquel atardecer pintado
de sonrisas inocentes,
cuando la esplendente luna
presintiendo el mirífico espectáculo
que se avecinaba,
riñó con el pesado sol
y le obligó a hundirse sereno
antes de acabar su misión.
Añoraba otear la luz
inspiradora de su diáfano disco,
reflejándose imponente
en el trajecito plateado
de la virtuosa estrellita debutante...
***
Ahora podrá ovacionarla apenas
precise que la sombra de la soledad
se torne insoportable
en las noches de vigilia,
o tan pronto como perciba el hálito de su
inmortal compañera del alma
desde el camarín acolchado donde
reposa con el custodio de luz,
esperando la ocasión de actuar
ante su único ídolo.
Desde los arcanos del alma
su ímpetu soñador comprende que el
único báculo que le queda,
es aferrarse con toda
la reciedumbre de su corazón
a la danzarina de alabastro oriental.
- ¡Ay de mí! - susurra.
- ¡Oh, presea mía!: sigues guarecida
en mi pensamiento - ,
agrega pesaroso...
- Su nombre... ¡Oh! Su nombre...
¿Cómo llamarle?...Cloris, Dione, Níobe...-
Lleno de gozo,
como si la sintiera al lado,
le corresponde el guiño.
Toma su manita desnuda,
la besa una, dos, tres veces,
entrelazan los dedos suavemente
y con la permisividad de sus conciencias,
quedos se desvanecen en la penumbra
que domina el improvisado anfiteatro.
Inquieto, se detiene un instante
y vuelve la mirada
hacia el opaco escenario.
Entonces viendo la sombra cada vez
más difuminada de su prometida helénica
le jura solemne
que lo más pronto,
en noche intempesta
la revivirá de ese País de Oz
cual princesa durmiente:
con un atrevido
y quemante beso
en sus labios empurpurados...
r.c.
2007